Congreso de los Diputados Otros

Congreso de los Diputados - Otros - 21 de noviembre de 2025

21 de noviembre de 2025
11:30

Contexto de la sesión

Sesión en Constitucional - 21/11/2025 - Sesión en Constitucional - 21/11/2025 - Sala: Constitucional

Vista pública limitada

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Buenos días, señorías. Se abre la sesión.
5:00
Ruego que, por el momento, no se avance más allá de ese punto. No puede pasar nadie.
10:00
Buenos días. Les damos la bienvenida al coloquio “50 años después: la Corona en el tránsito a la democracia”. Interviene en primer lugar la presidenta del Congreso de los Diputados, doña Francina Armengol. Majestades, Altezas Reales, Presidente del Senado, Presidente del Tribunal Constitucional, Presidenta del Consejo General del Poder Judicial, miembros del Gobierno, miembros de las Mesas del Congreso y del Senado, ponentes de la Constitución y, sobre todo, también los familiares de los ponentes que desgraciadamente ya no están con nosotros; señoras y señores diputados y diputadas, senadores y senadoras; autoridades, amigos y amigas. Muy buenos días a todos y a todas. Quiero darles la bienvenida a la Casa de la Soberanía Popular, la sede de nuestra democracia. Antes que nada, me gustaría trasladar mi enhorabuena a Su Majestad la Reina Sofía, al presidente Felipe González, a don Miquel Roca i Junyent y a don Miguel Herrero y Rodríguez de Miñón, a quienes Su Majestad el Rey acaba de condecorar con el Toisón de Oro en una ceremonia que, permítanme decirlo, ha sido absolutamente maravillosa. La ocasión que nos reúne hoy es un ejercicio de reflexión, de debate sosegado, algo tan necesario en nuestro tiempo como lo fue en 1975. Nos acompañan Juan Pablo Fusi, Adela Cortina, Rosario García Mahamut, Juan José Laborda, Iñaki Gabilondo y Fernando Ónega para, a través del coloquio “50 años después: la Corona en el tránsito a la democracia”, abrir una pequeña ventana al pasado. Mirando a través de ella, vemos la España que éramos hace cincuenta años: un país con ansias de democracia, de derechos, de libertades. Cincuenta años después, pocos pondrán en duda el valor del espíritu de la Transición y de la aprobación de una Constitución que convirtió a España en un Estado social y democrático de Derecho y la conformó como una Monarquía parlamentaria.
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La estabilidad parlamentaria, el desarrollo del Estado autonómico o la entrada en la Comunidad Económica Europea, por citar solo algunos hitos, han sido elementos clave para garantizar una estabilidad que ha permitido la mayor etapa de progreso social y económico para nuestro país. La transición española fue el inicio de una gran transformación social, económica e institucional que nos situó rápido en Europa y en el mundo. Hoy España es un referente en el reconocimiento de derechos y libertades, de economía robusta y de democracia sólida a nivel internacional. En estos 50 años, España ha pasado de ser una economía cerrada a ser la economía avanzada que más crece de la zona euro. Esa España en la que el papel de las mujeres en la sociedad quedaba relegado a ser el ángel del hogar ocupa hoy el cuarto puesto en el índice de igualdad de género de la Unión Europea. En el país donde se perseguía la lucha sindical, hoy el diálogo social es la forma de hacer política y de progresar. Ahí donde faltaban derechos y libertades, hoy hay una España democrática, descentralizada, abierta, moderna; hay derechos, hay garantías y hay voluntad de ir a más, de alcanzar la igualdad efectiva y la participación ciudadana activa. Aquella España que fue símbolo de exilio, de huida, hoy es tierra de acogida. En esa España de silencios impuestos, hoy impera la memoria democrática. Somos una España que respeta y reivindica su pluralidad, que es abierta y que está orgullosa de su diversidad. La sociedad ha cambiado a lo largo de estas décadas vertiginosas y las instituciones se han adaptado a esas transformaciones para alcanzar una modernidad, una estabilidad y un progreso que son motivo de orgullo. Por eso, como ejercicio de memoria democrática, hoy, justo cuando se cumplen 25 años del asesinato de nuestro añorado Ernest Lluch, recordar y reivindicar el papel de quienes construyeron nuestra democracia es absolutamente fundamental. Porque la democracia se levantó con las manos de muchos hombres y mujeres comprometidos, comprometidos con la idea de dejar atrás décadas oscuras y ofrecer un presente y un futuro de paz, derechos y libertades. Fue la consecución de una lucha colectiva, de un esfuerzo de instituciones, entidades y, sobre todo, de tantas personas anónimas que en muchos casos no pudieron disfrutarla. La consecución de la democracia es fruto también de la acción de los y las estudiantes que en 1975 se movilizaron masivamente en huelgas y protestas, con el cierre de la Universidad de Valladolid como catalizador; de colectivos como la Asamblea de Cataluña, que agrupaba el antifranquismo catalán y defendía el parlamentarismo; del movimiento asociativo vecinal, sindical y de las mujeres, que convocaron una huelga de consumo en febrero de 1975 contra el coste de la vida. A todas esas personas también se les debe reconocer el mérito de levantar la democracia en España. Esta misma semana, uno de los padres de la Constitución que nos acompaña, Miquel Roca, hablaba de ese 1975 en una entrevista publicada en el diario El País: Íbamos a construir la respuesta de futuro, decía. Había que sentar bases de entendimiento, de convivencia y trasladar el concepto un tanto poético de la libertad en libertad construida. Porque si ese es el espíritu, afirmaba Miquel Roca, la democracia llega. La democracia llegó y hoy tenemos el deber de protegerla, de cuidarla. Tenemos la obligación de explicar más, especialmente a quienes nacieron teniéndola, que la libertad con la que se expresan fue ganada por los y las demócratas de este país, no sin dolor ni sufrimiento; que mejorarla no es solo posible, sino siempre necesario, y además una empresa colectiva; pero que defender una dictadura significa defender la pérdida de derechos propios y ajenos: es perder la libertad de quejarse, y perder la libertad es perder un bien preciadísimo. Lo dijo nuestro añorado Federico García Lorca: En la bandera de la libertad bordé el amor más grande de mi vida. Agradezco muchísimo a la Casa Real la iniciativa para poder acoger hoy en el Congreso este espacio de diálogo, que espero que contribuya a mejorar, de forma colectiva, nuestra democracia. Porque sin memoria no hay democracia. La voluntad de concordia, las aspiraciones europeas, los momentos clave que nos han traído hasta la España que somos hoy, son temas de gran calado y contamos, para reflexionar al respecto, con ponentes de gran envergadura. Somos los y las herederas de la respuesta de futuro que se construyó en la transición con el empeño de la sociedad civil y de las instituciones, incluida, evidentemente, la monarquía. Nuestro presente es por lo que tantos y tantas lucharon, lo que algunos no llegaron a ver, lo que muchas defendemos: un sistema de derechos.
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…de libertades, de bienestar colectivo, de concordia, de paz. A las instituciones y a los poderes del Estado nos corresponde la obligación de fortalecer este sistema que, lo sabemos, tanto cuesta erigir y tan fácil es destruir. Con ese legado trabajamos, con ese ejemplo avanzamos, con su esfuerzo sumamos. Por la democracia, muchas gracias. A continuación, va a dar comienzo el coloquio que, con las intervenciones de Adela Cortina, Juan Pablo Fusi, Rosario García y Juan José Laborda, será moderado por Iñaki Gabilondo y Fernando Ónega. Unas escuetas palabras que no añaden nada a lo brillantemente dicho por la señora presidenta del Congreso y de las Cortes. No puedo añadir nada a lo dicho por ella, salvo un par de matizaciones. Una, que este no es un acto político en el sentido clásico de la expresión. Estamos en un acto de intención académica, en forma de coloquio, ya se ha dicho: un análisis del hecho más trascendente de la España del último medio siglo, y quizá de los últimos siglos; una exploración de por qué fue posible aquella hazaña democrática; una explicación de por qué la monarquía es democracia; una perspectiva de las lecciones que la historia nos aportó en este medio siglo y, por supuesto, un diagnóstico del futuro de la institución y del sistema. Gracias a todos por estar aquí. Emoción al ver, con el Toisón de Oro, entre nosotros a la reina doña Sofía. Y, maestro Iñaki Gabilondo, puedes hacer uso de tu proverbial moderación. Muy buenos días a todos. Si el aforismo adjudicado a John Fitzgerald Kennedy —el éxito tiene mil padres y el fracaso es huérfano— es cierto, este tránsito de la dictadura a la democracia es un éxito colosal, porque todavía hay dudas respecto a la atribución de méritos entre muchos candidatos aspirantes a tenerlos. Yo creo que, llegado este momento, antes de empezar, podríamos dar —ojalá, pero no es así— por cerrado ya ese debate en torno a la atribución de méritos. ¿Por qué negarle mérito al pueblo español en su pelea por ir desbrozando los caminos que llevaron a la libertad? ¿Por qué regatear méritos a las fuerzas políticas clandestinas o ya legalizadas que hicieron tantos movimientos en esa dirección, a las fuerzas sindicales, a los obreros que han sido recordados ahora, a las asociaciones de vecinos, a todos los ciudadanos particulares, a políticos de uno y de otro color que participaron? ¿Por qué regatearles ese mérito? Y, una vez no regateado ese mérito, ¿quién se atreve a regatearle mérito a la figura del Rey? Porque todos esos movimientos podrían haber quedado flotando en el éter, esperando mejor oportunidad, de no haberse dado el caso de que el Jefe del Estado, el Rey, recogió un poder total y lo entregó a la soberanía popular. De forma que este es un camino en el que, entre lo uno y lo otro, podríamos elegir lo uno y lo otro, aunque sea por primera vez y para ir ensayando en España. Pensamos, por tanto, que sería una buena ocasión esta para tratar de repartir, sin ningún tipo de regateo, los méritos, y no negárselos en modo alguno a la Corona, que cumple 50 años, porque con ella se inició un camino, un viaje sin mapas, como decía ayer muy bien Pedro Cuartango, aunque hubo alguien como Fernández Miranda que hizo un diseño muy brillante, y Adolfo Suárez, un hombre que hizo un esfuerzo colosal, lleno de valentía y de determinación, para sacarlo adelante. Situémonos, por tanto, en 1975, y pedimos a Juan Pablo Fusi, al historiador, que nos centre un poco lo que significó ese momento. Juan Pablo, vamos. Muchas gracias. Buenos días a todos. Las intervenciones que hemos oído, lo mismo en Palacio que ahora mismo en esta sala, están tan cargadas de la historia de la Transición que creo que lo único digno que podría hacer es poner notas a pie de página, como profesional. Pero voy a reiterar algo de lo que ya…
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Se ha venido diciendo, efectivamente, el marco de 1975: la muerte de Franco el 20 de noviembre de 1975 y la proclamación de don Juan Carlos I como Rey de España el 22 de noviembre de 1975. A partir de ese momento, la iniciativa impulsada por la Corona fue la historia de un éxito como pocas veces en nuestra historia reciente, en nuestra historia contemporánea. Un éxito que supuso la refundación de España como país democrático. Se acertó, como ya se ha aludido, en el procedimiento: una reforma desde la legalidad anterior —otra cosa habría podido lesionar la legitimidad jurídica de lo que se estaba haciendo—, una reforma que, sin embargo, culminó en una ruptura radical con la dictadura. No hubo ni monarquía del 18 de julio, como decía el franquismo, ni franquismo después de Franco. La transición, por definición, fue muy compleja y sumamente difícil en sí misma; desmantelar instituciones y montar otras es un trabajo de orfebrería constitucional e institucional sumamente difícil. Pero quiero subrayar, ante todo, dos problemas serios que es imposible no mencionar. Primero, el terrorismo de ETA: 800 muertos en la democracia hasta 2011, y les recuerdo —lo saben— que los años 78, 79, 80 y 81 fueron, por el número de víctimas, los más duros de ETA. Y el segundo problema, una amenaza puntual pero muy seria y muy grave: el intento de golpe de Estado del 23 de febrero de 1981. En este último caso, la firmeza del Rey Juan Carlos frente al golpe dio a la Monarquía no ya la legitimidad jurídica que tenía en principio —la legitimidad dinástica que le otorgó aquel acto tan emocionante que fue la renuncia de don Juan a sus derechos sucesorios como Jefe de la Casa Real—, sino una legitimidad plenamente democrática. Se acertó, decía, en el procedimiento; se acertó en la persona de Adolfo Suárez a partir de julio de 1976 —el periodo anterior fue una apertura insuficiente y conflictiva—. A partir de julio de 1976 quedó despejado un camino, repito, complejo y difícil. Y, además de acertarse en el procedimiento y en la elección de la persona —ya lo ha dicho también Iñaki Gabilondo—, hubo una contribución esencial de la oposición democrática al franquismo, sin duda de muchas formas, pero quiero subrayar una: esa oposición supo anteponer el restablecimiento de la democracia a cualquier tipo de doctrinarismo en torno a monarquía o república. De ahí nacería el consenso, ese consenso que fue sancionado definitivamente por la Constitución de 1978, una Constitución que, si no estoy equivocado, fue la primera en la historia española, desde 1810, que fue plebiscitada. Es verdad que cuando se convocan Cortes Constituyentes —como en el año 31, por ejemplo— no es necesario luego someter el texto a referéndum, pero aquí se hizo para enfatizar y subrayar la participación popular; la Constitución del 78 se sometió a referéndum, expresión —esta mañana lo hemos visto— del consenso constitucional en España. A partir de ahí, ya se ha dicho: una monarquía constitucional y parlamentaria sin poder ejecutivo, un Estado social y democrático de derecho, un Estado autonómico que, a la larga, se conformó en diecisiete comunidades autónomas.
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…y dos ciudades autónomas, Ceuta y Melilla: una de las mayores transformaciones de la organización territorial que se haya hecho en España. Y luego, terminada la transición exterior, ya en 1984-1985, España como país incorporado a la defensa occidental y como país europeo. Y, por último, de 1984 a 2007, un periodo también de muchas nuevas reformas, pero sobre todo del crecimiento económico más importante de nuestra historia. De manera que, en el año 2000, España llegó a situarse como la décima economía del mundo. Hoy, hace 50 años, España vivía en el más absoluto desconcierto. No estábamos en condiciones de responder a ninguna de las enormes montañas de preguntas que nos cercaban. ¿Qué va a pasar ahora? En una sociedad que, en su gran mayoría, estaba acostumbrada a que le hicieran las cosas, se aguardaba, por tanto, a saber qué iba a ocurrir, aunque había una España muy movilizada, preparada ya para actuar. Incertidumbre, miedo, dicen algunos. La palabra es la concordia. La palabra que marca todo aquel tiempo es la concordia. No volver a las andadas parecía ser el pensamiento más compartido, tanto por quienes adoptaban una actitud más dinámica como por quienes permanecían más pasivos. No volver a las andadas: voluntad de concordia. La voluntad de concordia era tan clamorosa que estaba marcando de una manera profunda todo lo que se estaba haciendo en aquel momento, creo yo. Gestos, muchos: desde la primera homilía de Tarancón el día de la misa de la coronación, que mencionó la palabra concordia; todos los gestos que se sucedieron después; después de las elecciones, el encuentro de la Pasionaria y Alberti; y situaciones que algunos hemos tenido ocasión de ver desde muy cerca, con el papel capital de la Corona en el abanderamiento de ese movimiento de concordia. Yo estaba a muy pocos metros del gran abrazo de Dolores Rivas Cherif, viuda de Azaña, con el rey Juan Carlos, en la Embajada de México; y estuve en Mauthausen el día en que se llevó una corona de flores, en nombre de la Casa Real, al monumento a los republicanos muertos por el nazismo. La Corona participaba de una manera muy activa en esa operación de concordia que lo estaba llenando todo. Es la impresión que teníamos o que en aquel momento vivíamos. Pero le pido a Adela Cortina que nos diga si, en efecto, es la palabra pilar central de todo el proceso que estamos comentando: la concordia. Bueno, pues muchísimas gracias por cederme la palabra en un tema que me parece tan sustancial. Efectivamente, creo que los que vivimos la época —no la época de la guerra, pero sí aquellos a quienes nuestros familiares, de un bando y de otro, nos contaban los hechos atroces que habían ocurrido en la Guerra Civil— llegamos a la conclusión de que lo que teníamos que hacer era decir: nunca más discordia; buscar la concordia, buscar aquello que nos une y no lo que nos separa, porque es la única forma de construir una vida juntos y una vida mejor. Creo que ese fue el gran acuerdo que acabas de mencionar ahora con una serie de ejemplos que a todos nos vienen a la memoria; creo que era lo que teníamos todos cuando pensamos cómo construir nuestro país hacia adelante. Afortunadamente, hubo un buen número de políticos, algunos de los cuales están aquí, en esta sala, que apostaron por la concordia frente a la discordia, porque la discordia daña a todos y, sobre todo, a los peor situados. Apostaron por la concordia y creo que esa fue nuestra gran salvación. Antes de seguir, quisiera decir que, aprovechando que el Pisuerga pasa por Valladolid, hay que preguntarse si ahora no tendríamos que hacer exactamente lo mismo: buscar lo que nos une y no lo que nos separa. A lo mejor no tenemos a nuestras espaldas una guerra civil —afortunadamente, en este momento, no—, pero sí tenemos una cantidad ingente de polarizaciones que nos están dividiendo sin ningún sentido, porque podemos encontrar muchos elementos comunes, muchos elementos que compartir. Y, además, yo creo que, como en aquel momento, la mayoría de los españoles estaríamos a favor de la concordia, a favor del acuerdo, a favor del consenso, y no a favor de las discrepancias, de las polarizaciones, de estirar el “cuanto peor, mejor”. En ese sentido, creo que, como estamos a 50 años de este acontecimiento maravilloso por el que todo el mundo nos está felicitando, deberíamos preguntarnos si no es momento de aprovechar para, efectivamente, volver a buscar qué es lo que nos une y no lo que nos separa.
35:00
Y dicho esto, porque no hay que perder el tiempo y hay que aprovechar para construir el futuro, diría que en aquel momento fue posible la concordia gracias a esos políticos, pero también, en muy buena medida, gracias a la sociedad civil. Se han mencionado ahora mismo algunos movimientos de la sociedad civil muy fuertes, que lo fueron, y creo que, efectivamente, cuando llegó la Constitución, la concordia política, etcétera, la verdad es que ya había una transición ética. La transición política venía presidida por una transición ética. Si las gentes no tienen disposición a actuar en un sentido determinado, por mucho que se mande desde el poder político, no hay solución. La verdad es que los españoles ya habíamos hecho esa transición, ya habíamos ido cambiando. Y, para ir cambiando —voy a lo mío otra vez, porque no voy a perder el tiempo—, lo primero con lo que acabamos fue con la famosa idea de que los españoles vivíamos en el duelo a garrotazos de Francisco de Goya, que éramos un pueblo absolutamente indómito que solamente podía moverse a estacazos. Eso venía muy bien a mucha gente para decir: son incapaces de la democracia, es que no pueden vivir en una democracia porque siempre están dándose estacazos. Creo que los españoles acabamos con ese mito, acabamos con esa historia del duelo a garrotazos. Los españoles éramos capaces de una democracia liberal y, además, liberal social, y eso fue lo que llegó. Y llegó desde el pueblo, desde esos movimientos que han estado mencionando ahora mismo y que estaban jugando todas sus bazas. Fue posible, efectivamente, porque creo yo que, sin el acuerdo entre la sociedad civil —es decir, el poder ciudadano—, el poder político y el poder económico, no hay cambio posible, no hay mejora posible. Se han de articular los tres; tienen que ponerse de acuerdo para seguir adelante. Y creo que eso fue lo posible en aquel momento y nos llevó a lo que hemos llamado una ética cívica. El código moral del franquismo estaba absolutamente derogado por la sociedad española en el momento en que se produjo el cambio. Había una moral oficial y había una moral real. En la realidad, la sociedad española era plural, era una sociedad abierta, una sociedad con ganas de libertad y de seguir adelante. Y fue la que fue preparando esa transición política que, cuando llegó, fue un reconocimiento de que eso es lo que querían y lo que vivían los españoles. Y entonces pudimos articular, en vez de ese código único impuesto desde arriba, una sociedad civil con una ética cívica. Una ética cívica que es la ética de los ciudadanos de una sociedad pluralista, que puede estar de acuerdo en unos mínimos de justicia que son exigibles —porque la justicia se exige, no solamente se invita—, unos mínimos de justicia compartidos por todos que serían exigibles, y unos máximos de vida buena, de proyectos de felicidad, que serían distintos y entre los que habría, por supuesto, una convivencia pacífica. Creo que esa fue la clave de nuestro éxito: el pluralismo moral. El pluralismo moral que es mínimos, máximos, exigencias de justicia, pero también propuestas de vida buena, propuestas de vida feliz, con respeto por todas ellas y llevándolas hacia adelante. Esto es lo que creo que fuimos consiguiendo, como lo que Aranguren llamaría una moral pensada. Una cosa es la moral pensada y otra cosa es la moral vivida. Y hubo que ir poniendo en el camino la moral vivida de esa ética cívica que íbamos creando y que hizo posible algo tan maravilloso como aquello que decía Aristóteles —soy de Filosofía; tengo que nombrar a algún filósofo, si no, luego no me mirarán mis compañeros—, como decía Aristóteles aquello tan maravilloso de la amistad cívica. La amistad cívica es la amistad de quienes comparten, en una comunidad política, un mismo proyecto que los aúna a todos y, por lo tanto, les lleva a trabajar en esa dirección. Y son amigos no con la amistad que tenemos con quien vamos a tomar unas copas, sino con aquellos con los que compartimos un proyecto y estamos dispuestos a llevarlo adelante. Esa amistad cívica.
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Creo que es clave, como lo ha sido la ética cívica, que sustituyó, no sin dificultades, a la moral del código único del franquismo, creando una sociedad preparada para una democracia política en la que la figura de un rey —y luego hablaremos de eso más adelante— y de una monarquía podía ser la plataforma extraordinaria para, a largo plazo, tener una buena salida. Yo creo que hay que aprender del pasado, como dicen los historiadores, y aprender que debemos buscar no el conflicto, sino el acuerdo, y esos mínimos compartidos que estoy segura de que existen y nos harían un pueblo bastante mejor del que ahora somos —que ya somos bastante decentes, pero creo que seríamos todavía mucho mejores—. Muchas gracias por darme la oportunidad de intervenir y, bueno, vamos a buscar ese proyecto común, digo yo. Gracias a usted, profesora, por su magnífica lección, una más. Estaba yo pensando que, si en 1975 se hubiese publicado que hoy estaríamos evocando medio siglo de monarquía, este cronista habría aplicado lo dicho por Mark Twain ante el bulo de su muerte: el optimismo posfranquista es manifiestamente exagerado. No se podía decir otra cosa después de escuchar a Santiago Carrillo, que en aquel tiempo intentaba calificar al rey Juan Carlos como “Juan Carlos el Breve”. Pero aquí estamos. Al cruzar esta meta volante descubrimos que somos humanos —que, por lo tanto, hay motivos para la crítica y el error—, pero también algo de relato de un prodigio. Me explico: cuando Alfonso Guerra llamó a España “páramo nacional de monárquicos cubierto por juancarlistas”, Mariano Rajoy encontró un vínculo indisoluble —son sus palabras— entre monarquía y democracia. Hace cinco días Javier Cercas repetía la calificación de ese periodo como “los mejores 50 años de la España moderna”, en un artículo titulado “No hay nada que celebrar”. Y Santos Juliá dejó escrito que aquel proceso de cambio de régimen fue uno de los rarísimos momentos de la historia de España en el que todo salió bien. El rey designado por Franco —como excesivamente se recuerda— fue el destructor del régimen de Franco. Para seguir en su ámbito histórico, planteo a Rosario García Mahamud, directora del Centro de Estudios Políticos y Constitucionales: ¿estamos ya en condiciones de establecer cuáles fueron los episodios centrales que permitieron a Adolfo Suárez la ambiciosa utopía de hacer normal en la ley lo que en la calle es simplemente normal? Muchísimas gracias, Fernando. Muchísimas gracias a todos. Claro que estamos en disposición. Es más, voy a apoyarme en el contexto de quienes me han precedido en el uso de la palabra, el profesor Juan Pablo Fusi y la profesora Adela Cortina: el contexto histórico, y el contexto social y ético de esa ética cívica de nuestra sociedad del momento. Sin lugar a dudas, en primer lugar, el rey Juan Carlos fue un elemento absolutamente esencial en el ámbito institucional. No teníamos un camino fácil ni dirigido; se fue abriendo, y en ese sentido cabe subrayar la fortaleza que mantuvo el rey Juan Carlos. Quiero además añadir que, tras la muerte de Franco, en su proclamación como rey, aludió a la modernidad y a la necesidad —no citaré las palabras literales— de tomar decisiones entre todos, entre todos. Esa fue realmente la voluntad transformadora de quien iba a dirigir, como jefe del Estado, las riendas de un país que pasaba de cuarenta años de dictadura.
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Tras duros y largos años de dictadura. Evidentemente, todos sabemos lo que es la dictadura: la concentración de poderes en manos de una sola persona. España había pasado cuarenta años sin democracia; las últimas elecciones democráticas fueron en febrero de 1936. Y aquí es donde ese valor de la concordia, del aplomo, de la dirección, del impulso, cobra sentido en momentos absolutamente trascendentales en la vida no solo social de un país, sino también política e institucional, en la apuesta seria por un sistema democrático, aunque no lo fuera en ese primer momento. Todos conocemos que, tras la muerte del dictador, el general Franco, existían fuertes tensiones: por un lado, en el propio régimen, y por otro, en una oposición que tampoco estaba del todo encauzada. El rey Juan Carlos nombró a un primer presidente del Gobierno, el señor Arias Navarro, cuyos intentos de liberalización fueron, efectivamente, bastante tímidos. Desde el punto de vista institucional, el siguiente momento decisivo de carácter institucional y de consolidación fue el nombramiento del presidente Adolfo Suárez y el impulso decidido de utilizar, desde el propio régimen, desde las Cortes franquistas, el camino hacia la democracia. No fue un escenario bien organizado ni teorizado; fue paso a paso, y la sociedad española tuvo que ponerse manos a la obra. Desde esa perspectiva, debo señalar que, en el plazo de un año, como se había propuesto el presidente del Gobierno, se elaboró una norma que consideramos absolutamente esencial: la Ley para la Reforma Política. Fue propuesta y aprobada por el Consejo Nacional del Movimiento y, desde luego, por las Cortes franquistas. Una ley que marcaba un objetivo claro: poder convocar elecciones libres. Su finalidad no era otra que esa, si bien en ella se contenían aspectos esenciales relativos a los derechos fundamentales y al propio marco institucional. Ya no hablábamos de las Cortes franquistas, sino de un Congreso y un Senado, de unas Cortes bicamerales, con la clara idea de establecer un procedimiento de reforma que no se concretó hasta después de las elecciones. Aquellas Cortes constituyentes, que no habían sido concebidas inicialmente como una asamblea constituyente, decidieron elaborar la Constitución. Fue un momento absolutamente esencial desde el punto de vista jurídico; en esas coordenadas debemos entenderlo. Cabe recordar —y se recuerda muchas veces, aunque nunca lo suficiente, a mi juicio— que, cuando la Ley para la Reforma Política se sometió a referéndum de la ciudadanía, los partidos políticos todavía no habían sido legalizados. Eso ocurrió después. Tras la ley, se aprobó un numeroso conjunto de normas que permitieron la legalización de los partidos políticos y otras muchas disposiciones, empezando por la propia ley electoral, que recogía en lo esencial lo que más tarde consagraría nuestra Constitución de 1978 y la Ley Orgánica del Régimen Electoral General, y que, desde luego, terminó abocando al consenso que sustenta nuestra Constitución. Y un último apunte —permítanme que lo recuerde, porque es importante en la idea que señalaba antes Adela—: ese consenso...
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